Hoy no basta con recordar al Papa Francisco. Hoy hay que mirar sus zapatos.
Gastados. Rotos. Agujereados.
No son un símbolo casual, ni un detalle menor. Son un testimonio. Francisco, como 'el poverello de Asís', cuyo nombre eligió con intención profética, no solo habló de los pobres, los marginados y los excluidos: vivió con ellos, como ellos, por ellos. Renunció a lujos, comodidades e incluso a muchas cosas necesarias, para que su vida fuera palabra encarnada, y su papado, una parábola.
Sus zapatos hablan de caminos recorridos sin alfombras. De visitas a cárceles, hospitales, barriadas y fronteras. De abrazos a heridos, lavatorios de pies, lágrimas compartidas con quienes el mundo olvida. No fue un papa de palacios, fue un peregrino del Evangelio. Uno que creyó —literalmente— que ver a Cristo en el pobre no es poesía, sino examen final. Porque así lo dijo Jesús, y Francisco nunca se cansó de recordarlo:
“Tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis...
Lo que hiciste con uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hiciste.” (Mt 25, 31-46).
Francisco creyó que la grandeza de una vida no se mide por los títulos, sino por las Obras de Misericordia. Que el Reino de Dios no es para los poderosos, sino para los pobres de espíritu, los limpios de corazón, los que lloran, los que construyen paz, los que sirven a los demás: las Bienaventuranzas (Mt 5, 3-12). Que el único mandamiento que no envejece es el del Amor fraterno (Jn 13, 34), un aspecto definitorio de la fe cristiana. Se caracteriza por la abnegación, el sacrificio y el genuino interés por Dios y por el prójimo.
Hoy, los que se sienten confundidos por la grandilocuencia de algunas despedidas oficiales, pueden mirar esta imagen y volver al centro: unas suelas gastadas, agujereadas por el Evangelio hecho carne.
Francisco no solo predicó: caminó. Y su camino nos deja una pregunta ardiente:
¿Qué dicen de nosotros nuestros propios zapatos?
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