La Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Los
cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo.
1. La revelación del Dios uno y trino«El
misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de la
Santísima Trinidad. Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo» (Compendio, 44).
Toda
la vida de Jesús es revelación del Dios Uno y Trino: en la anunciación,
en el nacimiento, en el episodio de su pérdida y hallazgo en el Templo
cuando tenía doce años, en su muerte y resurrección, Jesús se revela
como Hijo de Dios de una forma nueva con respecto a la filiación
conocida por Israel.
Al comienzo de su vida pública, además, en
el momento de su bautismo, el mismo Padre atestigua al mundo que Cristo
es el Hijo Amado (cfr. Mt 3, 13-17 y par.) y el Espíritu desciende sobre Él en forma de paloma.
A
esta primera revelación explicita de la Trinidad corresponde la
manifestación paralela en la Transfiguración, que introduce al misterio
Pascual (cfr. Mt 17, 1-5 y par.).
Finalmente, al
despedirse de sus discípulos, Jesús les envía a bautizar en el nombre de
las tres Personas divinas, para que sea comunicada a todo el mundo la
vida eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cfr. Mt 28, 19).
En
el Antiguo Testamento, Dios había revelado su unicidad y su amor hacia
el pueblo elegido: Yahwé era como un Padre. Pero, después de haber
hablado muchas veces por medio de los profetas, Dios habló por medio del
Hijo (cfr. Hb 1, 1-2), revelando que Yahwé no sólo es como un Padre, sino que es Padre (cfr. Compendio, 46).
Jesús se dirige a Él en su oración con el término arameo Abbá, usado por los niños israelitas para dirigirse a su propio padre (cfr. Mc
14, 36), y distingue siempre su filiación de la de los discípulos. Esto
es tan chocante, que se puede decir que la verdadera razón de la
crucifixión es justamente el llamarse a sí mismo Hijo de Dios en sentido
único. Se trata de una revelación definitiva e inmediata [1], porque Dios se revela con su Palabra: no podemos esperar otra revelación, en cuanto Cristo es Dios (cfr., p. ej., Jn 20, 17) que se nos da, insertándonos en la vida que mana del regazo de su Padre.
En Cristo, Dios abre y entrega su intimidad, que de por sí sería inaccesible al hombre sólo por medio de sus fuerzas [2].
Esta misma revelación es un acto de amor, porque el Dios personal del
Antiguo Testamento abre libremente su corazón y el Unigénito del Padre
sale a nuestro encuentro, para hacerse una cosa sola con nosotros y
llevarnos de vuelta al Padre (cfr. Jn 1, 18). Se trata de algo que la filosofía no podía adivinar, porque radicalmente se puede conocer sólo mediante la fe.
2. Dios en su vida íntima
Dios
no sólo posee una vida íntima, sino que Dios es –se identifica con– su
vida íntima, una vida caracterizada por eternas relaciones vitales de
conocimiento y de amor, que nos llevan a expresar el misterio de la
divinidad en términos de procesiones.
De hecho, los
nombres revelados de las tres Personas divinas exigen que se piense en
Dios como el proceder eterno del Hijo del Padre y en la mutua relación
–también eterna– del Amor que «sale del Padre» (Jn 15, 26) y «toma del Hijo»(Jn 16, 14), que es el Espíritu Santo.
La Revelación nos habla, así, de dos procesiones en Dios: la generación del Verbo (cfr. Jn
17. 6) y la procesión del Espíritu Santo. Con la característica
peculiar de que ambas son relaciones inmanentes, porque están en Dios:
es más son Dios mismo, en tanto que Dios es Personal; cuando hablamos de
procesión, pensamos ordinariamente en algo que sale de otro e implica
cambio y movimiento.
Puesto que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza del Dios Uno y Trino (cfr. Gn
1, 26-27), la mejor analogía con las procesiones divinas la podemos
encontrar en el espíritu humano, donde el conocimiento que tenemos de
nosotros mismos no sale hacia afuera: el concepto que nos hacemos de
nosotros es distinto de nosotros mismos, pero no está fuera de
nosotros.
Lo mismo puede decirse del amor que tenemos para con
nosotros. De forma parecida, en Dios el Hijo procede del Padre y es
Imagen suya, análogamente a como el concepto es imagen de la realidad
conocida. Sólo que esta Imagen en Dios es tan perfecta que es Dios
mismo, con toda su infinitud, su eternidad, su omnipotencia: el Hijo es
una sola cosa con el Padre, el mismo Algo, esa es la única e indivisa
naturaleza divina, aunque sea otro Alguien. El Símbolo del
Nicea-Constantinopla lo expresa con la formula «Dios de Dios, Luz de
Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». El hecho es que el Padre
engendra al Hijo donándose a Él, entregándole Su substancia y Su
naturaleza; no en parte, como acontece en la generación humana, sino
perfecta e infinitamente.
Lo mismo puede decirse del Espíritu
Santo, que procede como el Amor del Padre y del Hijo. Procede de ambos,
porque es el Don eterno e increado que el Padre entrega al Hijo
engendrándole y que el Hijo devuelve al Padre como respuesta a Su Amor.
Este
Don es Don de sí, porque el Padre engendra al Hijo comunicándole total y
perfectamente su mismo Ser mediante su Espíritu. La tercera Persona es,
por tanto, el Amor mutuo entre el Padre y el Hijo [3]. El nombre técnico de esta segunda procesión es espiración.
Siguiendo la analogía del conocimiento y del amor, se puede decir que
el Espíritu procede como la voluntad que se mueve hacia el Bien
conocido.
Estas dos procesiones se llaman inmanentes, y se diferencian radicalmente de la creación, que es transeúnte,
en el sentido de que es algo que Dios obra hacia fuera de sí. Al ser
procesiones dan cuenta de la distinción en Dios, mientras que al ser
inmanentes dan razón de la unidad. Por eso, el misterio del Dios Uno y
Trino no puede ser reducido a una unidad sin distinciones, como si las
tres Personas fueran sólo tres máscaras; o a tres seres sin unidad
perfecta, como si se tratara de tres dioses distintos, aunque juntos.
Las
dos procesiones son el fundamento de las distintas relaciones que en
Dios se identifican con las Personas divinas: el ser Padre, el ser Hijo y
el ser espirado por Ellos. De hecho, como no es posible ser padre y ser
hijo de la misma persona en el mismo sentido, así no es posible ser a
la vez la Persona que procede por la espiración y las dos Personas de
las que procede.
Conviene aclarar que en el mundo creado las
relaciones son accidentes, en el sentido de que sus relaciones no se
identifican con su ser, aunque lo caractericen en lo más hondo como en
el caso de la filiación. En Dios, puesto que en las procesiones es
donada toda la substancia divina, las relaciones son eternas y se
identifican con la substancia misma.
Estas tres relaciones eternas
no sólo caracterizan, sino que se identifican con las tres Personas
divinas, puesto que pensar al Padre quiere decir pensar en el Hijo; y
pensar en el Espíritu Santo quiere decir pensar en aquellos respecto de
los cuales Él es Espíritu.
Así las Personas divinas son tres
Alguien, pero un único Dios. No como se da entre tres hombres, que
participan de la misma naturaleza humana sin agotarla. Las tres Personas
son cada una toda la Divinidad, identificándose con la única Naturaleza
de Dios [4]: las Personas son la Una en la Otra. Por eso, Jesús dice a Felipe que quien le ha visto a Él ha visto al Padre (cfr. Jn 14, 6), en cuanto Él y el Padre son una cosa sola (cfr. Jn 10, 30 y 17, 21). Esta dinámica, que técnicamente se llama pericóresis o circumincesio
(dos términos que hacen referencia a un movimiento dinámico en que el
uno se intercambia con el otro como en una danza en círculo) ayuda a
darse cuenta de que el misterio del Dios Uno y Trino es el misterio del
Amor: «Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y
Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él» (Catecismo, 221).
3. Nuestra vida en Dios
Siendo
Dios eterna comunicación de Amor es comprensible que ese Amor se
desborde fuera de Él en Su obrar. Todo el actuar de Dios en la historia
es obra conjunta de la tres Personas, puesto que se distinguen sólo en
el interior de Dios. No obstante, cada una imprime en las acciones
divinas ad extra su característica personal [5].
Con
una imagen, se podría decir que la acción divina es siempre única, como
el don que nosotros podríamos recibir de parte de una familia amiga,
que es fruto de un sólo acto; pero, para quien conoce a las personas que
forman esa familia, es posible reconocer la mano o la intervención de
cada una, por la huella personal dejada por ellas en el único regalo.
Este
reconocimiento es posible, porque hemos conocido a las Personas divinas
en su distinción personal mediante las misiones, cuando Dios Padre ha
enviado juntamente al Hijo y al Espíritu Santo en la historia (cfr. Jn
3, 16-17 y 14, 26), para que se hiciesen presentes entre los hombres:
«son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del
don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las
personas divinas» (Catecismo, 258).
Ellos son como las dos manos del Padre [6]
que abrazan a los hombres de todos los tiempos, para llevarlos al seno
del Padre. Si Dios está presente en todos los seres en cuanto principio
de lo que existe, con las misiones el Hijo y el Espíritu se hacen
presentes de forma nueva [7].
La misma Cruz de Cristo manifiesta al hombre de todos los tiempos el
eterno Don que Dios hace de Sí mismo, revelando en su muerte la íntima
dinámica del Amor que une a las tres Personas.
Esto significa que
el sentido último de la realidad, lo que todo hombre desea, lo que ha
sido buscado por los filósofos y por las religiones de todos los tiempos
es el misterio del Padre que eternamente engendra al Hijo en el Amor
que es el Espíritu Santo.
En la Trinidad se encuentra, así, el modelo originario de la familia humana [8]
y su vida íntima es la aspiración verdadera de todo amor humano. Dios
quiere que todos los hombres sean una sola familia, es decir una cosa
sola con Él mismo, siendo hijos en el Hijo.
Cada persona ha sido creado a imagen y semejanza de la Trinidad (cfr. Gn
1, 27) y está hecho para vivir en comunión con los demás hombres y,
sobre todo, con el Padre Celestial. Aquí se encuentra el fundamento
último del valor de la vida de cada persona humana, independientemente
de sus capacidades o de sus riquezas.
Pero el acceso al Padre se puede encontrar sólo en Cristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14, 6): mediante la gracia los hombres pueden llegar a ser un solo Cuerpo místico en la comunión de la Iglesia.
A
través de la contemplación de la vida de Cristo y a través de los
sacramentos, tenemos acceso a la misma vida íntima de Dios. Por el
Bautismo somos insertados en la dinámica de Amor de la Familia de las
tres Personas divinas.
Por eso, en la vida cristiana, se trata de
descubrir que a partir de la existencia ordinaria, de las múltiples
relaciones que establecemos y de nuestra vida familiar, que tuvo su
modelo perfecto en la Sagrada Familia de Nazareth podemos llegar a Dios:
«Trata a las tres Personas, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu
Santo. Y para llegar a la Trinidad Beatísima, pasa por María» [9].
De
este modo, se puede descubrir el sentido de la historia como camino de
la trinidad a la Trinidad, aprendiendo de la “trinidad de la tierra”
–Jesús, María y José– a levantar la mirada hacia la Trinidad del Cielo.
Giulio Maspero
Publicado originalmente el 21 de noviembre de 2012